¿Cuándo se descubrirá América?

Escrito por Jack Weatherford

En El legado indígena. De cómo los indios americanos transformaron el mundo. Editorial Andrés Bello, Santiago. (Primera edición 2000). (Pp. 283-290)

Jack Weatherford, antropólogo

La vieja mujer yuqui giró bruscamente su cabeza hacia mí y me clavó los ojos vacíos. Mientras las moscas caminaban sobre sus cuencas y bebían del único lugar húmedo que quedaba en su cuerpo, su mano izquierda rascaba los piojos y la mugre incrustada en su cabellera. Nadie sabía su edad, pero era la más vieja de una tribu de yuquis de la selva lluviosa del sur de la Amazonia. La mayor parte de su vida había paseado por la floresta junto con sus compañeros yuquis, continuando la misma cultura de ignotas generaciones nacidas antes que ellos. La mayor parte de su vida la pasó sin saber de blancos u otros forasteros, excepto aquellos tiempos que acechaban en los márgenes de su mundo, selvático. Como los malvados espíritus de los muertos, los blancos trajeron enfermedad y muerte a los yuquis, la “gente real”.

No fue sino hasta 1968 que su tribu experimentó los primeros contactos con los blancos: los misioneros protestantes Bob y Mary Garland. Por aquella época su pequeña tribu se asentaba alrededor del campamento base de los misioneros en el río Chimore, y cada vez salían menos y menos a cazar. El antropólogo Allyn Stearman se apresuró en registrar su estilo de vida a medida que desaparecía. Los misioneros les enseñaron a cultivar algunas cosechas, a cazar más eficazmente y a usar canoas. Les enseñaron a hacer fuego, de manera que ya no tuvieran que incursionar en otra tribu cada vez que se extinguiera, y ayudaron a las mujeres en los partos en lugar de dejar que desaparecieran solas en la selva para dar a luz a sus bebés como había sido su tradición.

Si esta mujer no hubiese entrado en contacto con los misioneros, ciertamente habría muerto mucho antes de que tropezara con ella. Si los leñadores no la hubiesen capturado o asesinado en sus periódicas balaceras contra los yuquis, posiblemente los sembradores de coca o los rancheros la habrían apresado en una correría y la habrían hecho cocinera y prostituta al servicio de los obreros mestizos. Aun cuando hubiese evitado todas estas ignominias de forasteros y vivido solo con su tribu, el grupo la habría abandonado en el camino en cuanto estuviese demasiado enferma para seguir trasladándose. Como nunca desarrollaron el conocimiento para tratar a los débiles o los mayores. Cualquiera que fuese incapaz de caminar por la selva era abandonado para morir solo.

Ahora permanecía sentada todo el día bajo un mosquitero en su choza, solitaria, envuelta en sucios trapos a modo de vestido. Había perdido la vista, su oído se deterioraba y se sentía demasiado débil para caminar o arrastrarse. Poco a poco enloqueció y comenzó a delirar. Los misioneros la alimentaban y cuidaban de sus necesidades más elementales, pero sus propios parientes, que vivían cerca, no tenían idea de qué hacer por ella. En su dura vida en la selva, jamás tuvieron que atendet a alguien como ella.

Cuando aparecí tras su mosquitero con el misionero, extendió su huesuda mano a tientas, buscando alimento. Asió mi brazo y sus afiladas uñas rascaron mi mano. Su fría y seca piel frotó la mía con un sonido como de papel de lija contra una corteza. Masculló unas palabras que me parecieron incoherentes, pero el misionero dijo que sólo nombraba alimentos y a parientes, algunos vivos y otros muertos. Finalmente,. Derrotada, retiró su mano, dejó caer su mandíbula, indiferente a los mosquitos que se arrastraban dentro y fuera de su boca, y pareció volver al estupor y al rascado que ocupaba la mayor parte de sus semanas de agonía.

No había nada heroico en la pobre vieja. Eran sus últimos días y lo único que buscaba era otro bocado, un poco de agua y algo de alivio para el calor y los insectos, que la acosaban ahora como lo hicieron durante toda su vida. Al igual que muchos indígenas hoy, de Canadá a Chile, parecía la verdadera imagen de la infelicidad sobre la tierra, del abandono, el abuso, el sufrimiento que no merece más que piedad o caridad de los forasteros. Yacía agonizante como una miserable paria de esta sociedad americana contemporánea que de modo gradual y persistente ha consumido su tierra durante los pasados quinientos años.

Su agonía contrastaba patéticamente con la imagen de los indios como los más grandes campesinos y farmacéuticos del mundo, el buen salvaje de Rousseau o los prácticos gobernadores que inspiraran a Benjamín Franklin. No pude dejar de preguntarme por qué esta gente que fue verdaderamente grandiosa había caído tan bajo y había sido tan oprimida. Si pudieron construir grandes ciudades y caminos, ¿por qué no pudieron defenderse de las oleadas de europeos que arrasaron su tierra?

Aunque las civilizaciones indígenas superaron a las del Viejo Mundo en algunas áreas, quedaron atrás en otras. Los indígenas desarrollaron magníficas habilidades y tecnologías agrícolas, y su farmacología superaba con creces la del Viejo Mundo. Tuvieron calendarios muchos más sofisticados que los europeos, y los indios de México, un sistema matemático muy superior a los sistemas entonces empelados por los españoles.

Con todo, en su exhaustiva atención por la agricultura, la medicina, las matemáticas y la religión, los indios descuidaron la domesticación de animales, que demostró ser decisiva para las civilizaciones de Viejo Mundo. Los campesinos en Europa, Asia y Africa eran mucho menos eficientes a la hora de cultivar, y por eso se apoyaron extensivamente en los huevos, la leche, el queso y docenas de otros productos animales, como su carne. Este hecho no hizo la dieta del Viejo Mundo mejor que la de los americanos, pero otorgó a los pueblos que domesticaban animales una nítida ventaja al aprender a aprovechar la energía animal en lugar de la humana. Los europeos llegaron a América con fuertes caballos para colaborar en  las batallas, con bueyes para tirar las pesadas carretas repletas de suministros, y con vacas y cabras que proporcionaban leche rica en proteínas a los ejércitos y más tarde a las hordas de colonos.

Los indígenas desarrollaron una refinada civilización basada en la energía humana. El Viejo Mundo aprovechó ampliamente las fuentes de energía animal para ayudarles en sus esfuerzos. Además, los europeos habían comenzado a impulsar fuentes de energía inanimadas en modos que prefiguraron la llegada de la revolución industrial. El uso avanzado de buques y veleros, de molinos de viento y ruedas hidráulicas, y de cañones y pólvora, les otorgó una ventaja decisiva sobre los indios.

Todas estas habilidades hicieron a los soldados mejores invasores y les dotaron de mejores instrumentos de guerra. La metalurgia indígena careció de la variedad del Viejo Mundo, y se destinó principalmente a la decoración, no a herramientas de producción de guerra. Los invasores europeos, en cambio, habían aprendido a transformar el acero en espadas y lanzas, a disparar cañones de metal y a montar estos últimos sobre ruedas tiradas por animales. Los indios todavía combatían con flechas y lanzas con punta de piedra. No poseían ninguna máquina de guerra más sofisticada que el simple atlatl o “tirador de lanzas”.

Junto a sus animales y máquinas, los europeos portaron terribles enfermedades epidémicas que eran desconocidas en el Nuevo Mundo. Estas se propagaron a gran velocidad por la población indígena. Cuando los europeos llegaron a Tenochtitlán, Cuzo o las llanuras de América el Norte, sus microbios los habían precedido, diezmando y debilitando por completo a la población aborigen.

Las civilizaciones nativas no se derrumbaron ante el Viejo Mundo a causa de alguna inferioridad intelectual o cultural. Simplemente sucumbieron ante la enfermedad y la fuerza bruta. Mientras los indoamericanos gastaron milenios en convertirse en los mejores campesinos y farmacéuticos del mundo, los habitantes del Viejo Mundo gastaron un período similar amasando el mayor arsenal del planeta. Los más fuertes, aunque no necesariamente los más creadores o inteligentes, ganaron el presente.

La derrota inevitable de grupos indios como los yuquis nos pareció tan aplastante y definitiva que en el proceso hemos subestimado sus contribuciones al mundo. Extrajeron el oro y la plata que hicieron posible el capitalismo. Trabajando en las minas, las casas de moneda y las plantaciones con los esclavos africanos, iniciaron la revolución industrial que luego se extendería por Europa y el mundo. Suministraron algodón, caucho, tintes y otros elementos químicos que nutrieron este nuevo sistema de producción. Domesticaron y desarrollaron cientos de variedades de maíz, papas, mandioca y cacahuetes que ahora alimentan a buena parte del mundo. Descubrieron los poderes curativos de la quinina, la capacidad anestesiante de la coca y la potencia de miles de otras drogas que dieron lugar a la medicina y farmacología modernas. Las drogas, junto con su agricultura superior, hicieron posible la explosión demográfica de los últimos siglos. Desarrollaron y perfeccionaron una forma de democracia que ha sido desnaturalizada e inadecuadamente adoptada en muchas partes. Fueron los verdaderos colonizadores de América, quienes trazaron senderos por selvas y desiertos, y quienes construyeron los caminos y ciudades sobre los que se asienta la América moderna.

Durante los pasados quinientos años, los seres humanos han labrado una nueva sociedad mundial, un nuevo orden político y económico, y un nuevo orden demográfico y agrícola. Los indígenas desempeñaron papeles decisivos en cada fase de la creación de esta nueva sociedad: muchas veces actuaron como impulsores, otras lo hicieron a la par con otros actores y algunas de ellas fueron simples víctimas. Pero en todos los casos actuaron como causa necesaria, aunque no lo suficiente. En algún lugar de las narraciones de la historia moderna, la redacción de novelas, la elaboración de libros de texto y programas educativos, la atención se alejó de la contribución indígena para concentrarse en los relatos heroicos de explotadores y conquistadores, las lecciones morales de los misioneros, las luchas políticas de los colonos, los grandes e impersonales movimientos de la historia europea y los romances de vaqueros. El orden del mundo moderno llegó a verse como producto de la historia europea, no de la americana. Los americanos se volvieron actores marginales y sólo su papel de patéticas víctimas permaneció visible.

Los indios, como la mujer agachada ante mí, se desintegraron en pueblos periféricos. Se convirtieron en poco más que mendigos en la escena mundial, suplicando por comida, por la devolución de sus tierras y el respeto a sus tratados, por algo de atención. Al ignorar las culturas indias, sin embargo, hacemos mucho más que simplemente despreciar el lugar que se ganaron en la historia. También nos herimos nosotros por todo lo que hemos perdido.

Al observar a esta anciana de los tiempos en que el hombre blanco aún no había arribado, no pude menos que imaginar todos los conocimientos prácticos que perdíamos con su muerte inminente. De tanto desmalezar la selva, ¿no sabría de alguna planta que pude ser la clave para alimentar a las masas hambrientas de los trópicos? De tanto picotear estanques y pantanos, ¿no conocería algún preparado para curar la esclerosis múltiple?  Tras innumerables noches bajo las estrellas, ¿sabría de algún artefacto que predijera el clima y en el que no hubiéramos reparado, o algo sobre la anatomía de los pájaros nocturnos que los ayuda a ver en la oscuridad? ¿Habría incorporado en su dieta algún alimento que previniera de cáncer de estómago? ¿Tendría su idioma la capacidad de expresar ideas más fácilmente que el nuestro, o de ayudar en la escritura de códigos para las computadoras? Ella vivió en un entorno en que pocas personas en el mundo han podido sobrevivir alguna vez. ¿Qué conocimientos tenía para ello? ¿Cómo sobrevivió por tanto tiempo en un lugar que mataría a la mayor parte de nosotros en unos días?

Poco después de mi visita, la anciana murió. Ya nunca lo sabríamos. Un tesoro de información se fue con ella, porque era de los últimos yuquis que mantuvieron su estilo de vida tradicional. Al perderla a ella y a su cultura perdemos más que una pequeña tribu. Perdemos toda una cosmovisión, porque cada cultura crea el mundo de una manera diferente con conocimientos únicos, palabras únicas y juicios únicos. La mayor parte de este conocimiento cultural no nos parece de importancia hoy, pero ignoramos el valor que podría tener para las próximas generaciones. Nuestros antepasados durante siglos no vieron valor alguno en la papa, el caucho o el preparado de vitamina C de los hurones que curó el escorbuto. Con el tiempo, todas estas innovaciones llegarían a cumplir un importante papel.

Al mundo aún le resta por utilizar muchos de los dones de los indios americanos. Plantas como el amaranto o la quinoa apenas son conocidas, muchos menos utilizadas en plenitud. ¿Quién sabe cuántas otras plantas puede haber ahí afuera, aguardando servir a los humanos? Todavía no entendemos el complejo sistema matemático de los mayas ni la sofisticada ciencia geométrica de los aztecas. ¿Quién sabe la de sistemas completamente diferentes de cómputo y cálculo que ahora yacen en el adobe de Arizona o bajo las piedras de Inkallajta? Las civilizaciones de México y Guatemala desarrollaron un calendario más exacto que el usado en Europa, pero nos tomó décadas de trabajo entender su superioridad. ¿Quién imagina cuánto mayor conocimiento tenían sobre las estrellas, planetas y cometas? ¿Quién sabe cuánto conocimiento duerme encerrado en los monumentos de piedra que quedan por descubrir en las selvas de Guatemala o Belice?

A menudo conocemos incluso menos sobre los millones de indios americanos que sobreviven hablando su lengua y preservando por lo menos algo de su cultura tradicional. Los quechuas de Bolivia, crees de Canadá, guaraníes de Paraguay, yanomamis de Venezuela, hopis de Estados Unidos, zapotecas de México, sumus de Nicaragua, guajiros de Colombia, shuares de Ecuador, mayas de Guatemala, cunas de Panamá, shavantes de Brasil y miles de otras naciones indias no han muerto. Sólo se les ignora.

En estos quinientos años desde el viaje de Colón a América, toda la Tierra se ha beneficiado ampliamente de los indios americanos, pero el mundo ha perdido incluso más de lo que ha ganado. Algo de la información que murió con la anciana yuqui y con cientos de tribus, naciones y ciudades exterminadas se ha perdido para siempre. Parte de ella puede que sea recuperada por generaciones venideras de académicos que estudien nuestro pasado. Lamentablemente, sin embargo, sabemos mucho más sobre la construcción de las pirámides de Egipto, a miles de kilómetros y de años de nosotros, que acerca de los constructores de las pirámides del Misisipi. Sabemos más sobre el idioma de los desaparecidos hititas que sobre los contemporáneos hablantes de quechua, descendientes de los incas. Sabemos más sobre la antigua poesía china que sobre los poemas náhualt. Podemos descifrar las lápidas de arcilla de Mesopotamia mejor que las lápidas de piedra de Mesoamérica. Entendemos las prácticas médicas de la Babilonia antigua mejor que la de los dakotas del presente. Entendemos más la unión de anglos y sajones que el mestizaje de indios americanos con inmigrantes europeos y africanos. Sabemos más sobre la mitológica tribu griega de las amazonas que sobre los agonizantes yuquis del Amazonas. La  historia y la cultura de América siguen siendo un misterio, continúan siendo terra incognita después de quinientos años.

Colón llegó al Nuevo Mundo en 1492, pero América aún está por descubrir.

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